Día de exámen.
Los
Jordan no mencionaron el examen hasta que su hijo, Dickie, cumplio los doce
años. Ese día su madre mencionó el asunto en su presencia por primera vez, y la
preocupación con la que lo dijo provocó una brusca reacción de su marido.
-Déjalo
en paz- le pidió-. Seguro que el muchacho lo hará bien.
Estaban
desayunando, y Dickie levantó la vista del plato, intrigado. Era un niño muy
movido, de ojos vivos y pelo rubio liso.
No
comprendía el porqué de aquella súbita tensión, pero si sabía que era su
cumpleaños y ante todo deseaba paz. En algún rincón del pequeño piso aguardaban
unos paquetes primorosamente envueltos y en le horno de la diminuta cocina
empotrada contra la pared, algo dulce y caliente humeaba en su honor.
El
quería que fuera un día felizy los ojos húmedos de su madre y el gesto hosco de
su padre estaban arruinando la gozosa expectación con la que se había levantado
por la mañana.
-
Qué examen?- quiso saber.
Su
madre bajó la vista hacia el mantel.
-Una
especie de test de inteligencia que el Gobierno obliga hacer a los niños cuando
cumplen 12 años . Te toca la semana que viene. Pero no te preocupes.
-¿Es
un examen como los del colegio?
-Parecido-
respondio su padre, levantándose de la mesa-. Ve a distraerte con los cómics,
hijo.
Dickie
se levantó y fue hacía su rincón particular desde siempre en la sala de estar.
Hojeó el primer cómic de la pila, pero las vistosas viñetas repletas de acción
no parecían despertar su interés. Entonces fue hacia la ventana y escudriñó con
semblante triste a través del cristal empañado.
-Por
qué tiene que llover hoy y no mañana?- se lamentó.
Su
padre, que se había arrellanado en una butaca con el periódico oficial, sacudió
sonoramente las hojas, irritado.
-Pues
porque sí. La lluvia hace crecer la hierba.
-¿Por
qué papá?
-Porque
si, te lo acabo de decir.
Dickie
arrugó la frente.
-¿Y
por qué es verde?La hierba quiero decir.
-Nadie
lo sabe- respondió su padre, lamentando enseguida su tono bruso.
Horas
más tarde llegó el momento de celebrar su cumpleaños. Su madre le entregó los
vistosos paquetes con semblantes alegre y su padre incluso acertó esbozar una
sonrisa y revolverle cariñosamente el pelo.
Dickie
dio un beso a su madre y estrechó la mano de su padre con formalidad. Luego
trajeron la tarta de cumpleaños y la celebración se dio por concluida.
Una
hora más tarde, Dickie estaba sentado junto a la ventana, observando cómo el
sol se abría paso entre la nubes.
-Papá-
preguntó-, ¿a que distancia está el Sol?
-
A 8 mil kilómetros- respondió su padre.
Dick
se sentó en la mesa del desayuno y de nuevo vio que su madre tenía ojos
llorosos. No asoció sus lágrimas con el examen hasta que su padre sacó a
relucir el tema.
-Bueno,
Dickie-anunció arrugando el entrecejo con expresión seria-hoy tienes una cita.
-Lo
sé, papa. Espero que…
-No
hay nada que temer. Este examen lo hacen miles de niños al año. Sólo quieren
comprobar tu inteligencia. Eso es todo.
-En
el colegio saco buenas notas- dijo Dickie timidamente.
-Esto
es distinto. Es un examen… especial. Te dan algo de beber y luego pasas a una
sala donde hay una especie de máquina…
-Qué
te dan de beber?- quiso saber Dickie.
-Nada,
una cosa que sabe a menta. Es sólo para asegurarse de que respondes con
sinceridad. No es que el Gobierno piense que vas a mentir, pero así se
aseguran.
El
rostro de Dickie reflejó su extrañeza, y también cierto temor. Miró hacia su
madre y ésta compuso el semblante, esbozando una sonrisa.
-Todo
irá bien- dijo ella.
-Pues
claro que irá bien- convino el padre-. Eres un buen chico, Dickie lo harás
bien. Cuando volvamos a casa lo celebraremos. ¿De acuerdo?.
-De
acuerdo -contestó Dickie.
Entraron
en en Departamento Gubernamental de Enseñanza quince minutos antes de la hora
prevista. Cruzaron el suelo de mármol de un gran vestíbulo sostenido por
columnas, pasaron bajo una arcada y entraron en un ascensor que los llevó a la
cuarta planta.
Frente
a la habitación 404 había un joven vestido con una chaqueta de paisano, sentado
a un reluciente escritorio. En la mano sostenía un sujetapapeles; buscó la “J”
en la relación de nombres e hizo pasar a los Jordan.
La
estancia era tan fría e impersonal como una sala de tribunal de justicia, con
unas mesas metálicas flanqueadas por largos bancos. Ya habían llegado otros
padres con sus hijos y una mujer morena, de labios finos y pelo muy corto,
repartía unas hojas.
El
señor Jordan rellenó el formulario y se lo devolvió a la funcionaria. Luego se
dirigió a Dickie.
-Ya
falta poco. Cuando te llamen, pasa por esa puerta del fondo y ya está- dijo señalando
con el dedo.
Un
altavoz oculto crepitó y anunció el primer nombre. Dickie observó como el niño
dejaba a su padre a regañadientes y se dirigía lentamente a hacia la puerta.
A
las once menos cinco llamaron a Jordan.
-Buena
suerte, hijo -dijo su padre sin mirarle-. Te pasaré a buscar cuando termine el
examen.
Dickie
se encaminó hacia la puerta y giró el pomo. La habitación a la que accedió
estaba en penumbra y apenas pudo distinguir la cara del funcionario de la
chaqueta gris que lo recibió.
-Siéntate
-dijo el hombre en voz baja, indicándole un taburete alto-. ¿Te llamas Richard
Jordan?
-Sí,
señor.
-Tu
número de registro es el 600-115. Bebe esto, Richard.
El
funcionario cojió un vaso de plástico de la mesa y se lo tendió al niño. El
líquido tenía una consistencia como de nata y sólo sabía ligeramente a menta.
Dickie se lo bebió de un trago y devolvió el vaso vacío al funcionario.
Aguardó
sentado en silencio, medio mareado, mientras el funcionario se afanaba tomando
notas en una hoja de papel. El hombre consultó entonces su reloj, se puso en
pie y se colocó a escasos centímetros de la cara de Dickie.
Desenganchó
un objeto que parecía un bolígrafo de la chaqueta y enfocó con una minúscula
linterna los ojos de Dickie.
-Bien
-observó. Ven Conmigo Richard.
Condujo
a Dickie al otro extremo de la estancia y le indicó que tomara asiento en una
solitaria butaca de madera instalada frente a un panel de control repleto de
mandos. En el brazo izquierdo del asiento había instalado un micrófono que
quedaba justamente a la altura de la boca.
-Ahora
relájate, Richard. Se te van a hacer uunas preguntas; piensa con atención y
luego responde por el micrófono. La máquina se encargará de los demás.
-Sí,
señor.
El
funcioanrio le dio un apretón en el hombro y abandonó la sala.
-Preparado
-dijo Dickie.
En
el ordenador aparecieron unas luces y se oyó el zumbido de un mecanismo. Una
voz dijo:
-
Termine esta secuencia: Uno, cuatro, siete, diez…
El
señor y la señora Jordan aguardaban en silencio en la sala de estar de su casa,
sin hacer suposiciones siquiera.
Eran
casi las cuatro cuando sonó el teléfono. La señora Jordan se precipitó a
cogerlo, pero su marido se adelantó.
-¿Señor
Jordan?
Era
una voz seca, una voz de funcionario, expeditiva.
-Sí,
dígame.
-Le
llamo del Departamento Gubernamental de Ensenanza. Su, hijo, Richard M. Jordan,
número de registro 600-115, ha terminado el examen. Lamentamos anunciarle que
su coeficiente intelectual supera las normas estipuladas por el Gobierno de
acuerdo con la Ley número 84, sección 5, del nuevo Código Jurídico.
La
señora Jordan se echó a llorar en cuanto vio el demudado semblante de su marido
-Se
les permite especificar por vía telefónica- continuó el funcionario con voz
monótona- si desean que sea el Gobierno quien se encargue del entierro del
cadáver o si prefieren darle sepultura en un cementerio privado. La tarifa del
sepelio gubernamental es de diez dólares.
Henry Slesar.
http://www.youtube.com/watch?v=-2AQkzAOrbU
Henry Slesar.
http://www.youtube.com/watch?v=-2AQkzAOrbU
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